Ricardo García Mira
Desde que hace tres meses el rey Juan Carlos
pedía perdón a los ciudadanos por su viaje de caza a Botsuana, hemos
asistido a la petición de perdón por parte de varios dirigentes,
exdirigentes y representantes de los ciudadanos. Novagalicia implora el
perdón de sus clientes y muestra su intención de no recurrir las
sentencias desfavorables de las preferentes sobre el trato abusivo
recibido por sus clientes. Hace dos semanas, José Luis Álvarez, Txelis,
exjefe de ETA, a través de una carta leída por mi colega el Profesor
Sabino Ayestarán (UPV) durante un seminario de la UIMP, pedía perdón a las
víctimas del terrorismo «de corazón y con hondura de reflexión
autocrítica». El martes, la diputada del PP Andrea Fabra pedía perdón y
mostraba su arrepentimiento por su «inapropiada» expresión dirigida a la
Cámara Baja (y al pueblo en ella representado), mientras se aprobaban
las medidas más graves de esta ya imparable crisis.
El perdón es un proceso, una estrategia
psicológica de afrontamiento que exhibe la culpa del que lo pide por el
daño infligido y, sin duda, es un primer paso para la reparación. Es humano y honesto ante el que lo pide y ante los ciudadanos,
pero para que sea efectivo debe ser libre y sincero, y no forzado por
presiones, ya que perdería su fuerza reparadora. No perdonar puede
llegar a ser hasta positivo en los casos en que perdonar podría resultar
dañino, al revictimizar a aquellas personas que como las víctimas del
terrorismo, los que vieron esfumarse sus ahorros en engañosas argucias
financieras, o los que ven reducidos sus ingresos, permanecen ahora en
situación de vulnerabilidad. El perdón por una ofensa de poca
consideración puede aliviar el sufrimiento, pero puede exacerbarlo
cuando el contexto es opresivo o cuando la situación en la que se
produce el daño resulta tan incomprensible que llega a interpretarse
como una agresión. Aunque el perdón puede ser un paso hacia la
reconciliación, no perdonar puede llegar a ser tanto o más liberador.