Hay razones que justifican la necesidad de un nuevo enfoque en la persecución del delito ecológico más allá de la mera aplicación de la legislación ambiental. Me refiero a la necesidad de incorporar resultados de la investigación social al sistema de justicia, y conocer cómo ciudadanos y expertos conceptualizan el delito ecológico y evalúan la gravedad de una transgresión, su justificación o sus consecuencias.
La acción penal depende de la gravedad, difícil de evaluar objetivamente por la dificultad de determinar cuándo un hecho perjudica gravemente el equilibrio de un ecosistema. A ello unimos la dificultad de evaluar la certeza de una consecuencia debido a que siempre hay expertos dispuestos a cuestionarla en defensa de los intereses de los transgresores. El delito ecológico, además, está en relación con actos que no todos los ciudadanos rechazan por antiecológicos –el daño no siempre se muestra evidente, y se valora un cierto grado de justificación. Los legisladores y políticos no consideran malo equilibrar intereses competitivos y protección del entorno cuando las soluciones son económicamente razonables.
La investigación social muestra que los incendios forestales, por ejemplo, aparecen valorados por debajo de otros delitos penales y que los ciudadanos son partidarios de castigar con dureza los delitos contra la flora o fauna más que las construcciones ilegales, hacia las que se muestran más tolerantes. En la práctica, viene sucediendo todo lo contrario: