El creciente número de enfrentamientos violentos y
casos de malos tratos en nuestro país dibuja una imagen que invita a
hacer algunas reflexiones. Partiendo de que una distribución desigual de
los recursos o un bajo nivel de integración social pueden ser factores
que predisponen a una sociedad hacia la violencia, normalmente,
aprendemos normas sociales y habilidades que nos ayudan a controlar esa
agresividad que forma parte de nuestra naturaleza humana, y nos permiten
manejar la provocación o la frustración. La misma naturaleza nos
permite tomarnos un tiempo para analizar cada situación, favoreciendo
así
la inhibición del comportamiento agresivo. Sin embargo, ¿qué es lo
que aumenta la probabilidad de una agresión? Nuestra capacidad cognitiva
para procesar adecuadamente el significado de una eventual provocación,
puede verse limitada por la confluencia de dos razones: una es el
alcohol y las drogas. La otra son nuestras propias emociones. Ambas
interrumpen nuestro proceso de reflexión y producen percepciones
ambiguas en una situación provocadora. Ante tal ambigüedad, los jóvenes
se miran entre sí buscando consenso entre ellos. Si los demás agreden,
ellos también. Y el alcohol, al igual que muchas drogas, terminan
reduciendo esa capacidad inhibitoria que caracteriza nuestra habilidad
para manejar la agresión.
Los mecanismos que explican la agresión residen en el
modo en que hemos aprendido a manejar nuestras emociones, en la
imitación y en el refuerzo. En nuestra sociedad la recompensa que
obtiene el agresor al recibir el aliento de otros jóvenes a los
enfrentamientos con la autoridad, o la tolerancia a los malos tratos que
ha caracterizado a nuestra sociedad durante años, ha favorecido la
imitación y compite hoy exitosamente con el castigo, si tenemos en
cuenta la facilidad con la que un acusado es liberado una vez detenido.
La violencia puede llegar a reducirse cuando una
sociedad es capaz de formar ciudadanos críticos, capaces de enseñar y
activar normas inhibitorias, minimizando la provocación y los efectos de
la violencia de medios de comunicación, y aprendiendo a identificarse
con los otros, en lugar de distanciarlos y deshumanizarlos. Es aquí
donde la agresión es más fácil, cuando la víctima se percibe distante y
deshumanizada, favoreciendo la aparición de la desindividuación,
reforzada por el anonimato o la responsabilidad difusa de la agresión
-cuando ésta se produce amparada en el grupo- o por la privacidad del
hogar.