Ricardo García Mira
Las estadísticas nos hablan
de que el número de ellas supera al de los varones. Tienen una tasa anual, en
algunos países hasta semanal, y más de dos tercios de los asesinatos de niños
cometidos por otra persona, son perpetrados por sus padres. El filicidio es ya
una de las principales causas de muerte entre los pequeños. El problema es, por
tanto, social y requiere prevención específica.
Se las ha asociado a pasar
por momentos difíciles de gran estrés económico, a sufrir las consecuencias del
desempleo, a tener en su haber algún intento de suicidio, a sufrir depresión y
otros desórdenes psicológicos. Son seres humanos, frágiles, que han vivido y
acumulado frustraciones desde la infancia y que comparten aún en la vida adulta.
Enganchadas aún a esas frustraciones sin resolver, perpetúan esa fragilidad cual
pesadilla difícil de librar.
La literatura psicológica
describe varias formas que ponen de manifiesto cómo cada una desgarra
profundamente sentimientos, dolor, y necesidad de liberación, y con ello
aparece incomprensión y falta de sentido de realidad. La decepción de una madre
que evidencia su trauma en el asesinato de sus hijos y en la experiencia del
amor altruista que le hace ver en la muerte la mejor opción para salvarlos de
un mundo indeseable, por su propio bien. O la de quien acaba con ellos luego de
un abuso continuado de maltrato que convive con estructuras invisibles que mantienen
su personalidad al límite con conductas irreconciliables que sólo evidencian trastornos.
O la decepción del hijo nunca deseado que irrumpe en su experiencia vital como
un obstáculo eterno. O el deseo de venganza que se evidencia en el daño al
padre en medio de la lucha por la custodia. O, finalmente, la vivencia de ese
delirio psicótico que la lleva a deshacerse de sus hijos sin motivo aparente.
De modo más o menos
evidente, la decepción amorosa las hunde una y otra vez en ese trauma
terrorífico, presa de dolor y desgarro que ocurre incomprensible e impenetrable
en las entrañas de la mente.
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